En los
artículos anteriores vimos ejemplos de drogas que a lo largo de la Historia
fueron empleadas de cara a objetivos muy variados, como mejorar el rendimiento
de los guerreros, para garantizar su disciplina, o como medicina para el dolor
físico o el sufrimiento emocional. Hoy veremos otros usos notables dados a
ciertas sustancias psicoactivas: como arma que debilite al enemigo, y como
suero de la verdad.
Durante
la Guerra Fría, EE.UU y la URSS trabajaron arduamente para conseguir un arsenal
armamentístico superior al de su rival. Junto a los proyectos que buscaban
mejorar las armas convencionales existentes, desarrollar nuevas armas o
vehículos; se trabajó en ideas que planteaban guerras totalmente distintas,
donde matar y destruir más que el enemigo no era la prioridad. La prioridad
pasaría a ser evitar las batallas, minimizar los daños e incapacitar a las
fuerzas rivales. El arma que permitiría ganar las guerras “humanitarias” del
futuro serían las drogas.
Colocar al enemigo, un recurso antiguo
Esta puede
parecernos una idea fantasiosa propia de la ciencia ficción, y en parte lo es.
Pero el caso es que fue una estrategia empleada con éxito en algunos episodios
de la Historia.
Los
caldeos, que fueron el Imperio dominante de la región de Mesopotamia entre los
siglos VII y VI a.C, consumieron ampliamente la planta del cáñamo. Entre los
múltiples usos que le dieron, destaca el militar como arma ofensiva. Una vez
ante el enemigo, quemaban enormes piras el cáñamo con el objetivo de que el viento
llevase el humo a las tropas rivales y las sumiese en una ebriedad que les
debilitase. Para nada fue un arma efectiva, ya que dependía de factores como la
logística para disponer de tanta droga, un viento favorable justo antes de
iniciarse el combate… y existía la posibilidad de que el humo acabase afectando
a las tropas propias y las colocase por igual.
Un
caso más favorable registrado lo tenemos con el cartaginés Maharbal. No está
claro que sea el mismo Maharbal que acompañó a Aníbal en la Segunda Guerra
Púnica. Sabemos por la obra Strategemata
del romano Sexto Julio Frontino que hacia el año 200 a.C este Maharbal fue
enviado a sofocar la rebelión de un pueblo africano. Tras una escaramuza menor,
decidió tender una trampa sus enemigos. Abandonó su campamento dejando atrás un
cargamento de vino que había alterado con mandrágora. Los africanos, que eran
muy aficionados al vino, celebraron su aparente victoria. A día siguiente,
Maharbal y su hueste regresó y los encontró totalmente indefensos, aún bajo los
efectos alucinógenos y soporíferos de la sustancia, que contiene alcaloides
como la atropina y la escopolamina (o burundanga). El astuto Maharbal pudo así
hacer algunos prisioneros y matar al resto de rebeldes sin necesidad de luchar[1].
Las legiones romanas transportaban enormes cantidades de vino
consigo, como señalamos en el primer artículo de esta serie. Llegaron a
utilizarlo como arma contra los bárbaros germanos. Tácito mencionó que los
generales romanos facilitaban a los germanos cargamentos de vino el día
anterior a su ataque, sabiendo que eran aficionados a esa bebida y solían
emborracharse antes del combate. Buscaban así que las fuerzas germanas
estuviesen atontadas, cansadas y fuesen más indisciplinadas en el momento de la
lucha.
Drogas en la lucha de
naciones
Otro
caso del uso histórico de drogas para debilitar al oponente lo tenemos en el
comercio internacional de psicoactivos. Varios estados a lo largo de la
Historia han fomentado la venta de ciertas sustancias a países rivales para
enriquecerse, por una parte, pero también hay casos que buscan minar su moral,
a su población y a su gobierno de cara a un futuro enfrentamiento. Conocemos
bien el caso de Gran Bretaña vendiendo opio a China en el siglo XIX, primero
mediante contrabando y luego legalmente tras la Guerra del Opio (1839-1842).
Sus razones fueron económicas ante todo: el comercio entre los dos países era
deficitario para los británicos y sus reservas de plata sufrían en cada
intercambio. El tráfico ilícito de opio les ayudó a contrarrestar esto, pasando
a pagar productos como el té, la porcelana o la seda con cargamentos de droga
que habían obtenido barata en Turquía, la India o Persia. Los intentos del
Emperador por frenar el consumo y tráfico del opio terminaron por generar una
guerra contra Gran Bretaña, y su derrota le obligó a abrir sus puertos al
comercio y a entregar Hong Kong.
En el
caso de Japón, durante sus conflictos con China entre los años 20, 30 y 40, promovió
la exportación a su vecino de cargamentos de opio desde Corea y Taiwán. El
gobierno títere de Manchukuo se financiaba en parte con este tráfico. Además de
una razón económica, había objetivos militares. Japón quería construir su
propio “espacio vital” conformado por los territorios del Pacífico, Sudeste
Asiático, Corea, Taiwán, algunos territorios soviéticos y China. Para derrotar
a China sería necesario un esfuerzo colosal, y la posibilidad de debilitarla
satisfaciendo la demanda de los chinos por el opio era muy atractiva, incluso necesaria. Por un lado, distraía a la
población y le facilitaba desobedecer a sus autoridades, socavándolas en el
proceso. El gobierno chino malgastaría recursos en una guerra inútil contra la
droga, y posibilitaba que muchos gobernantes o policías se corrompiesen. Todo
ello haría de China un país más desunido y vulnerable.
En busca de la guerra psicoquímica moderna
La
Guerra Fría fue un período de tal nivel de tensión y recelo entre las grandes
potencias que un simple rumor sobre el progreso del enemigo en cualquier campo
era rápidamente investigado y emulado por el oponente. Todo para mantener el
equilibrio de fuerzas y no dar ningún tipo ventaja al rival. Muchos avances en
psicofármacos modernos tienen su origen en este enfrentamiento.
A
pesar de que el protocolo de Ginebra de 1925 prohibía el uso de armas químicas
o biológicas, las principales naciones produjeron y almacenaron miles de
toneladas métricas de distintas sustancias con fines militares. Algunas de ellas
eran agentes nerviosos y otros químicos letales, pero otras eran armas ideadas
para paralizar o incapacitar al enemigo de forma temporal y no mortal. Algunos
militares y teóricos propusieron desarrollar un nuevo tipo de guerra que no trajese
consigo los niveles de muerte y destrucción tradicionales. Una guerra
“humanitaria” en la que la prioridad sería usar ataques químicos que impidiesen
al enemigo luchar de forma alguna, permitiendo su captura sin necesidad de
matarlos. Acciones de combate como asedios a ciudades o asaltos contra
posiciones fortificadas podrían quedar desfasados, lo que reduciría la
destrucción y la miseria provocada por los conflictos a un nivel mucho menor. La
Segunda Guerra Mundial había llevado la destrucción material a una cota jamás
antes vista, incluyendo ciudades enteras. Uno de los argumentos más favorables
hacia las armas químicas era justo ese: podía evitar que regiones enteras
fueran devastadas, evitando que las fuentes de riqueza de la población, sus
infraestructuras y sus obras de arte desapareciesen. Estos conflictos serían
rápidamente superados, con unos daños económicos mínimos. La población no vería
tan afectado su nivel de vida frente a la miseria que siempre habían arrastrado
las guerras.
Esta
guerra psicoquímica se basaría en producir efectos como alucinaciones, histeria
o pánico en las víctimas, bajo los cuales no pudieran seguir órdenes, razonar o
controlar sus impulsos. Alsoph H. Corwin, profesor de química de la Universidad
John Hopkins, y L. Wilson Greene, director técnico del Arsenal Edgewood apoyaron
estas tesis y trabajaron para desarrollarlas y encontrar apoyo político,
militar y social.
El
director del Cuerpo Químico del ejército de EE.UU, William Creasy quería ir un
paso más allá con la cuestión química. Trató de reunir a un grupo de políticos
que apoyasen el uso de armas químicas letales, como los gases nerviosos. A
pesar de que los tratados internacionales las consideraban armas abyectas y
crueles, Creasy debatió infatigablemente, en privado y en los medios, para
demostrar que eran opciones menos letales y más piadosas que las armas
convencionales. Usó ejemplos de la Gran Guerra, donde sólo un 3% de las bajas
fueron causadas por ataques con gas; y de la reciente Segunda Guerra Mundial,
con los asaltos estadounidenses sobre islas japonesas. Las bajas americanas
fueron muy elevadas, algo que se habría evitado usando agentes químicos para acabar
con la fanática resistencia japonesa. Creasy argüía incluso habrían sido muertes
menos crueles para los nipones, que sufrieron más a manos de las bombas, las
balas, el fósforo blanco y los lanzallamas. El mismo argumento se usó tras el
lanzamiento de las dos bombas atómicas. Su empleo habría ahorrado una invasión
que podría haber costado la vida a decenas de miles de americanos o soviéticos
y a millones de militares y civiles japoneses. Otro teórico, Joseph Coates,
trabajó en la misma línea. Mantenía que el arsenal de guerra convencional se
había vuelto sumamente destructivo, y convenía proponer un tipo de guerra no
letal basado en agentes incapacitantes que generasen estados temporales de
confusión, amnesia, miedo o alteraciones sensoriales.
La
campaña de Creasy tuvo éxito y logró que los fondos para el Cuerpos Químico
fueran triplicados por el Congreso. Pero sus ideas extravagantes le llevaron a
perder gran parte de sus apoyos. Había propuesto hacer pruebas con gases
alucinógenos en importantes líneas de metro estadounidenses para comprobar su
efectividad real, y obviamente ninguno de sus superiores estuvo dispuesto a dar
el paso para tales experimentos.
En
1951 EE.UU supo por varios informes que los soviéticos trabajaban con una droga
llamada “ketjubung” (quizás basada en daturas de la planta kecubung), además de
aprovisionarse de cornezuelo (hongo alucinógeno del que puede obtenerse
dietilamida de ácido lisérgico, o LSD) y varios gases nerviosos, como el tabún
y el sarín. Los norteamericanos no podían permitirse quedarse atrás y
comenzaron una serie de iniciativas para alcanzar a los soviéticos en el plano
químico. Curiosamente, ambos bandos emplearon a científicos alemanes que ya
habían iniciado investigaciones similares bajo el régimen nazi.
Una de
las drogas más interesantes investigadas fue el LSD. Su origen lo tenemos en
1938, cuando el suizo Albert Hofmann, que trabajaba para la farmacéutica
Sandoz, sintetizó el LSD-25 durante su investigación del ácido lisérgico en
busca de un estimulante que ayudase a las mujeres en el parto. Inicialmente
descartó que esta sustancia pudiese ser de utilidad, pero en 1943 volvió a
experimentar con ella y descubrió su poder visionario. Recomiendo
encarecidamente leer sus relatos sobre los efectos visionarios del LSD.
El
ejército estadounidense supo de esta sustancia y el Cuerpo Químico comenzó una
serie de investigaciones para descubrir sus posibles usos militares. Hubo hasta
siete mil soldados voluntarios para participar en los experimentos llevados a
cabo en Arsenal Edgewood, en Maryland, donde se probaron más de 250 fármacos
distintos.
Las
pruebas con LSD solían consistir en administrársela a un grupo de soldados sin
advertencia, a través de algún alimento o bebida. Luego se les enviaba a hacer
algún entrenamiento rutinario y se esperaba a que comenzase a hacerles efecto.
Los resultados demostraban que los soldados bajo este químico veían reducida su
capacidad de combate por completo. Apenas podían cumplir las órdenes más
sencillas, desatendían sus trabajos y reían sin parar. El ejército británico
hizo una prueba similar con LSD en una unidad de élite en 1964, y aunque varios
soldados trataron de cumplir con sus tareas, su efectividad para defender una
posición demostró ser nula[2]. A partir de 1966 la
mayoría de ejércitos dejaron a un lado sus proyectos con esta sustancia por
otras más prometedoras.
Uno de
éstos sería un fármaco similar al LSD, pero más potente. El BZ o “agente Buzz” (colocón en inglés). Fue
descubierto por una empresa farmacéutica mientras buscaban un tratamiento
para úlceras, pero fue descartado al
producir efectos secundarios alucinógenos. En manos del Cuerpo Químico
estadounidense, el BZ demostró tener un efecto más duradero que el LSD, con
tres días como mínimo y diez veces más potencia, también era más barato y fácil
de dispersar en forma de gas, aunque requería dosis mayores. El antídoto tardó
un tiempo en conocerse, y resultó que eran otros psicoactivos: la fisostigmina
y la atropina, dos alcaloides.
El “aceite
rojo” o DMHP (dimetilheptilpirano) fue un intento de concentrar el THC del cáñamo.
Descubierto en 1949, potenciaba algunos efectos tradicionales del THC como
analgésico o anticonvulsivo, pero sus efectos psicoactivos fueron más leves y
el Cuerpo Químico radicado en Arsenal Edgewood acabó por descartarlo para uso
militar.
¿Era posible la guerra psicoquímica?
El
planteamiento teórico y la justificación moral de la guerra psicoquímica puede
tener bases ciertamente sólidas, pero al final debe enfrentarse a un elemento
ineludible: ser viable en la práctica. Las guerras no se ganan sólo con ideas
nuevas y superiores sobre el papel: han de ser capaces de aplicarse en el mundo
real.
Por
eso planteamos la cuestión. ¿Podría ganarse una contienda usando principalmente
este nuevo arsenal? La realidad es que los problemas logísticos resultan
apabullantes.
Una de
las opciones que se barajaron fue la de contaminar las reservas de agua del
enemigo con LSD, y esperar a que hiciese efecto para tomar su posición sin
apenas lucha, por ejemplo una base o una ciudad. El LSD vertido a un sistema de
abastecimiento de agua municipal moderno pierde su potencial químico por culpa
del cloro. Para que tuviese efecto sobre los consumidores una vez que abren el
grifo habría que derramar miles de toneladas métricas sobre los depósitos de
agua, cosa que resultaría imposible para un saboteador. Incluso llevándose a
cabo a gran escala, no resultaría apenas viable: por su alto coste, por la
pérdida del factor sorpresa, la posibilidad de que el rival recurra a
antídotos, y por la existencia de otras estratagemas más sencillas que ayudasen
a rendir la ciudad, como cortar directamente el suministro de agua.
Otro
sistema propuesto para usar el LSD como arma fue en forma gaseosa, de forma que
generase una lluvia ácida. El simple contacto con la piel desencadenaría su
efecto. Tras varias pruebas, el ejército norteamericano supo que en forma
gaseosa el químico perdía hasta dos tercios de su potencia. Otros problemas que
se encontraron para aplicación ofensiva fueron que el objetivo podría estar
casi siempre a cubierto, no existía un medio adecuado de dispersión, existía
riesgo de que afectase a las tropas propias (el antídoto para el LSD no se
descubrió hasta 1975). Este último punto obligaba además a disponer de medios
para proteger a los soldados propios a su exposición.
Otro
problema del LSD era que no se podía garantizar el efecto que tendría en la
víctima. Los alucinógenos provocan estados visionarios muy potentes, pero su
naturaleza suele depender del estado emocional del consumidor. Es capaz tanto
de generar episodios visionarios agradables, como de terror, y hasta de enorme
violencia, como ocurría con los berserkers
nórdicos.
El suero de la verdad
La
ciencia ficción y las historias han fantaseado innumerables veces con forma de
acceder a los secretos mejor guardados de una persona. Todos hemos visto en
películas o libros escenas de interrogatorio en los que es imposible sonsacarle
nada al interrogado, o no tenemos la certeza de que la información que facilita
sea fidedigna. Todas esas situaciones, reales o ficticias, se podrían resolver
de inmediato con una droga conocida como “el suero de la verdad”, que obliga al
usuario a hablar y a no mentir. En realidad, este fármaco tiene más de suero de
control mental que de suero de la verdad. Las dos potencias que se repartieron
el mundo durante la Guerra Fría buscaron en varios proyectos la fórmula para
hacer posible esa arma. A veces como una herramienta de interrogatorio y otras
veces como una forma de lograr la obediencia total. Muchas historias del cine,
la literatura o el cómic han usado a menudo estas ideas. ¿Pero su existencia ha
sido real? ¿Algún farmacólogo ha logrado hallar el suero de la verdad? Vamos a
ver qué sustancias han sido llamadas así y si realmente son dignas de la
leyenda.
El
primer caso moderno de experimentación con un suero de la verdad fue en 1922,
de mano del obstetra (médico experto en embarazo, parto y postparto) Robert
House, que quiso averiguar si las historias sobre un fármaco calmante que se
daba a las parturientas, que provocaba que contasen espontáneamente detalles
privados de sus vidas, podían ser la base para un suero de la verdad. El
fármaco al que nos referimos en una mezcla de morfina y escopolamina, que por
cierto, acabó siendo desechado por ser el causante de algunas muertes
infantiles durante el parto. House administró escopolamina en dos sospechosos
detenidos por la policía que debían afrontar sus interrogatorios. Ambos
declararon ser inocentes, y en el juicio posterior fueron absueltos. House usó
este hecho a su favor y medios como Los
Angeles Record no tardaron en acuñar el título de “suero de la verdad” para
la escopolamina. Sin embargo, pronto demostró ser inefectivo y tener varios
efectos negativos sobre el consumidor, por lo que se dejó de usar para estos fines
pocos años después.
Lo
cierto es que los cuerpos policiales durante los años 30 solían recurrir a
barbitúricos (fármacos sedantes) sobre ciertos sospechosos en los
interrogatorios. Buscaban sumirles en una pérdida de conciencia en la que
respondiesen las preguntas sin pensar ni resistirse. Seguramente comenzaron a hacerlo
en detenidos violentos a los que necesitaban calmar, y tras ver que algunos se
volvían dóciles y respondían a las preguntas, les interesó sumir más a menudo a
los prisioneros en estos estados alterados. Pero los jueces rara vez aceptaban
este tipo de declaraciones como válidas, dado que los presos no contaban con
sus plenas capacidades mentales ni con su voluntad.
Otro
ejemplo lo tenemos en pacientes a los que se administró pentotal sódico, un
anestésico muy corriente. En algunos hospitales militares de la Segunda Guerra
Mundial, algunos médicos descubrieron que los heridos bajo su efecto hablaban
con facilidad sobre temas muy personales y secretos, que en una situación
normal se habrían guardado de contar. Varios médicos lo emplearon para
descubrir a soldados que fingían estar enfermos para evitar estar en el frente[3].
En
1942, la Oficina de Servicios Estratégicos creó un comité dedicado a investigar
un definitivo suero de la verdad. Los estudios iniciales se dedicaron a la
mescalina (un alucinógeno), la escopolamina, la marihuana y varios barbitúricos.
No tardaron mucho en descartar a todas menos a la marihuana, que había recibido
informes muy positivos. Se confió tanto en el fármaco que se empleó para
mantener la seguridad del Proyecto Manhattan, que debía proporcionar las
primeras armas atómicas de la Historia a EE.UU. En un primer momento los
miembros del proyecto tuvieron que tomarlo en forma de líquido, pero ante
varios efectos secundarios negativos, les administraron cigarrillos con la
hierba para que los fumaran. Los servicios de inteligencia esperaban que
mediante el fármaco, entrevistas rutinarias y vigilando sus conversaciones, tendrían
más fácil descubrir si alguno de los colaboradores estaba espiando para los
soviéticos. Se había comprobado que la marihuana, que empezaba a sumar
numerosos seguidores en el país, soltaba la lengua de quienes la tomaban, y
hablaban con más facilidad sobre sus asuntos privados[4]. Al final un gran número
de científicos y colaboradores del Proyecto Manhattan fueron descubiertos
espiando para la URSS, que logró hacer con la información para adelantar su
programa nuclear. Pero el uso de la marihuana poco tuvo que ver con descubrir
el complot.
A
partir de 1947 los esfuerzos estadounidenses para encontrar una droga que
obligase a decir la verdad se dirigieron al programa CHATTER. Se retomaron
investigaciones similares del caído régimen nazi, principalmente con mescalina
y escopolamina. Algunos de los experimentos alemanes se llevaron a cabo con
prisioneros de campos de concentración. En Dachau atiborraron a varios sujetos
judíos y rusos con elevadas dosis de mescalina. Durante sus agitaciones
nerviosas, los presos hablaron sin tapujos del odio y miedo que sentían hacia
sus carceleros por las condiciones terribles a las que les sometían. Algo que
en una situación de lucidez mental no habrían osado decir por puro instinto de
conservación. Tras varios intentos por encontrar la sustancia definitiva, sin
logros verdaderos en su haber, el programa CHATTER fue cancelado en 1953.
Hubo
nuevos intentos estadounidenses de continuar con la cuestión del suero de la
verdad o el control mental en los programas MK Ultra de la CIA, el THIRD CHANCE
o el DERBY HAT. Junto con el CHATTER saltaron a la escena pública tras protagonizar
varios escándalos sobre sus métodos de experimentación. Algunos voluntarios no
fueron debidamente informados de a qué pruebas se les sometía, otros acabaron
con secuelas graves permanentes, se usaron presos como conejillos de indias, e
incluso hubo muertes asociadas a los fármacos. Un ejemplo fue Harold Blauer,
que fue tratado sin su consentimiento en 1952 con MDA (metanfetamina) mientras
esperaba tratamiento en el Instituto Psiquiátrico de Nueva York para una
depresión psicológica. Paul Hoch, asociado a la CIA y al programa MK Ultra, le hizo
administrar cinco inyecciones cada vez más potentes de MDA en unas pocas horas,
las últimas aun cuando Blauer se negó a continuar con el tratamiento, intuyendo
que algo no iba bien.
Los
distintos fármacos mencionados nunca lograron el título del verdadero suero de
la verdad. Todos y cada uno de ellos poseen ciertas capacidades para nublar el
juicio, alterar la percepción y confundir al afectado. Bajo este estado resulta
posible que alguien se abra y acepte hablar de algunos de sus secretos mejor guardados,
pero no había detrás una fórmula que realmente pudiese conseguir la obediencia
completa. Lo que buscaban muchas de estas investigaciones, como MK Ultra, era
un método de control mental. La paranoia de la Guerra Fría hizo que las dos
grandes potencias respondiesen a los rumores de progreso del rival, dando lugar
a estos disparatados y fallidos experimentos.
[1] Dauncey,
Elisabeth A. & Larsson, Sonny. Plants
That Kill: A Natural History of the World's Most Poisonous Plants. p. 82
[2] Kamienski,
L. Las drogas en la guerra, p.250.
[3] Kamienski,
L. Las drogas en la guerra, p.256.
[4] Marks,
John D. The Search for the Manchurian Candidate: The CIA & Mind Control, p.
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