Ir al contenido principal

Las drogas y la guerra. Parte 4: armas psicoquímicas y el suero de la verdad

En los artículos anteriores vimos ejemplos de drogas que a lo largo de la Historia fueron empleadas de cara a objetivos muy variados, como mejorar el rendimiento de los guerreros, para garantizar su disciplina, o como medicina para el dolor físico o el sufrimiento emocional. Hoy veremos otros usos notables dados a ciertas sustancias psicoactivas: como arma que debilite al enemigo, y como suero de la verdad.
Durante la Guerra Fría, EE.UU y la URSS trabajaron arduamente para conseguir un arsenal armamentístico superior al de su rival. Junto a los proyectos que buscaban mejorar las armas convencionales existentes, desarrollar nuevas armas o vehículos; se trabajó en ideas que planteaban guerras totalmente distintas, donde matar y destruir más que el enemigo no era la prioridad. La prioridad pasaría a ser evitar las batallas, minimizar los daños e incapacitar a las fuerzas rivales. El arma que permitiría ganar las guerras “humanitarias” del futuro serían las drogas.

Colocar al enemigo, un recurso antiguo
Esta puede parecernos una idea fantasiosa propia de la ciencia ficción, y en parte lo es. Pero el caso es que fue una estrategia empleada con éxito en algunos episodios de la Historia.
Los caldeos, que fueron el Imperio dominante de la región de Mesopotamia entre los siglos VII y VI a.C, consumieron ampliamente la planta del cáñamo. Entre los múltiples usos que le dieron, destaca el militar como arma ofensiva. Una vez ante el enemigo, quemaban enormes piras el cáñamo con el objetivo de que el viento llevase el humo a las tropas rivales y las sumiese en una ebriedad que les debilitase. Para nada fue un arma efectiva, ya que dependía de factores como la logística para disponer de tanta droga, un viento favorable justo antes de iniciarse el combate… y existía la posibilidad de que el humo acabase afectando a las tropas propias y las colocase por igual.
Un caso más favorable registrado lo tenemos con el cartaginés Maharbal. No está claro que sea el mismo Maharbal que acompañó a Aníbal en la Segunda Guerra Púnica. Sabemos por la obra Strategemata del romano Sexto Julio Frontino que hacia el año 200 a.C este Maharbal fue enviado a sofocar la rebelión de un pueblo africano. Tras una escaramuza menor, decidió tender una trampa sus enemigos. Abandonó su campamento dejando atrás un cargamento de vino que había alterado con mandrágora. Los africanos, que eran muy aficionados al vino, celebraron su aparente victoria. A día siguiente, Maharbal y su hueste regresó y los encontró totalmente indefensos, aún bajo los efectos alucinógenos y soporíferos de la sustancia, que contiene alcaloides como la atropina y la escopolamina (o burundanga). El astuto Maharbal pudo así hacer algunos prisioneros y matar al resto de rebeldes sin necesidad de luchar[1].
Las legiones romanas transportaban enormes cantidades de vino consigo, como señalamos en el primer artículo de esta serie. Llegaron a utilizarlo como arma contra los bárbaros germanos. Tácito mencionó que los generales romanos facilitaban a los germanos cargamentos de vino el día anterior a su ataque, sabiendo que eran aficionados a esa bebida y solían emborracharse antes del combate. Buscaban así que las fuerzas germanas estuviesen atontadas, cansadas y fuesen más indisciplinadas en el momento de la lucha.

Drogas en la lucha de naciones
Otro caso del uso histórico de drogas para debilitar al oponente lo tenemos en el comercio internacional de psicoactivos. Varios estados a lo largo de la Historia han fomentado la venta de ciertas sustancias a países rivales para enriquecerse, por una parte, pero también hay casos que buscan minar su moral, a su población y a su gobierno de cara a un futuro enfrentamiento. Conocemos bien el caso de Gran Bretaña vendiendo opio a China en el siglo XIX, primero mediante contrabando y luego legalmente tras la Guerra del Opio (1839-1842). Sus razones fueron económicas ante todo: el comercio entre los dos países era deficitario para los británicos y sus reservas de plata sufrían en cada intercambio. El tráfico ilícito de opio les ayudó a contrarrestar esto, pasando a pagar productos como el té, la porcelana o la seda con cargamentos de droga que habían obtenido barata en Turquía, la India o Persia. Los intentos del Emperador por frenar el consumo y tráfico del opio terminaron por generar una guerra contra Gran Bretaña, y su derrota le obligó a abrir sus puertos al comercio y a entregar Hong Kong.
En el caso de Japón, durante sus conflictos con China entre los años 20, 30 y 40, promovió la exportación a su vecino de cargamentos de opio desde Corea y Taiwán. El gobierno títere de Manchukuo se financiaba en parte con este tráfico. Además de una razón económica, había objetivos militares. Japón quería construir su propio “espacio vital” conformado por los territorios del Pacífico, Sudeste Asiático, Corea, Taiwán, algunos territorios soviéticos y China. Para derrotar a China sería necesario un esfuerzo colosal, y la posibilidad de debilitarla satisfaciendo la demanda de los chinos por el opio era muy atractiva,  incluso necesaria. Por un lado, distraía a la población y le facilitaba desobedecer a sus autoridades, socavándolas en el proceso. El gobierno chino malgastaría recursos en una guerra inútil contra la droga, y posibilitaba que muchos gobernantes o policías se corrompiesen. Todo ello haría de China un país más desunido y vulnerable.

En busca de la guerra psicoquímica moderna
La Guerra Fría fue un período de tal nivel de tensión y recelo entre las grandes potencias que un simple rumor sobre el progreso del enemigo en cualquier campo era rápidamente investigado y emulado por el oponente. Todo para mantener el equilibrio de fuerzas y no dar ningún tipo ventaja al rival. Muchos avances en psicofármacos modernos tienen su origen en este enfrentamiento.
A pesar de que el protocolo de Ginebra de 1925 prohibía el uso de armas químicas o biológicas, las principales naciones produjeron y almacenaron miles de toneladas métricas de distintas sustancias con fines militares. Algunas de ellas eran agentes nerviosos y otros químicos letales, pero otras eran armas ideadas para paralizar o incapacitar al enemigo de forma temporal y no mortal. Algunos militares y teóricos propusieron desarrollar un nuevo tipo de guerra que no trajese consigo los niveles de muerte y destrucción tradicionales. Una guerra “humanitaria” en la que la prioridad sería usar ataques químicos que impidiesen al enemigo luchar de forma alguna, permitiendo su captura sin necesidad de matarlos. Acciones de combate como asedios a ciudades o asaltos contra posiciones fortificadas podrían quedar desfasados, lo que reduciría la destrucción y la miseria provocada por los conflictos a un nivel mucho menor. La Segunda Guerra Mundial había llevado la destrucción material a una cota jamás antes vista, incluyendo ciudades enteras. Uno de los argumentos más favorables hacia las armas químicas era justo ese: podía evitar que regiones enteras fueran devastadas, evitando que las fuentes de riqueza de la población, sus infraestructuras y sus obras de arte desapareciesen. Estos conflictos serían rápidamente superados, con unos daños económicos mínimos. La población no vería tan afectado su nivel de vida frente a la miseria que siempre habían arrastrado las guerras.
Esta guerra psicoquímica se basaría en producir efectos como alucinaciones, histeria o pánico en las víctimas, bajo los cuales no pudieran seguir órdenes, razonar o controlar sus impulsos. Alsoph H. Corwin, profesor de química de la Universidad John Hopkins, y L. Wilson Greene, director técnico del Arsenal Edgewood apoyaron estas tesis y trabajaron para desarrollarlas y encontrar apoyo político, militar y social.
El director del Cuerpo Químico del ejército de EE.UU, William Creasy quería ir un paso más allá con la cuestión química. Trató de reunir a un grupo de políticos que apoyasen el uso de armas químicas letales, como los gases nerviosos. A pesar de que los tratados internacionales las consideraban armas abyectas y crueles, Creasy debatió infatigablemente, en privado y en los medios, para demostrar que eran opciones menos letales y más piadosas que las armas convencionales. Usó ejemplos de la Gran Guerra, donde sólo un 3% de las bajas fueron causadas por ataques con gas; y de la reciente Segunda Guerra Mundial, con los asaltos estadounidenses sobre islas japonesas. Las bajas americanas fueron muy elevadas, algo que se habría evitado usando agentes químicos para acabar con la fanática resistencia japonesa. Creasy argüía incluso habrían sido muertes menos crueles para los nipones, que sufrieron más a manos de las bombas, las balas, el fósforo blanco y los lanzallamas. El mismo argumento se usó tras el lanzamiento de las dos bombas atómicas. Su empleo habría ahorrado una invasión que podría haber costado la vida a decenas de miles de americanos o soviéticos y a millones de militares y civiles japoneses. Otro teórico, Joseph Coates, trabajó en la misma línea. Mantenía que el arsenal de guerra convencional se había vuelto sumamente destructivo, y convenía proponer un tipo de guerra no letal basado en agentes incapacitantes que generasen estados temporales de confusión, amnesia, miedo o alteraciones sensoriales.
La campaña de Creasy tuvo éxito y logró que los fondos para el Cuerpos Químico fueran triplicados por el Congreso. Pero sus ideas extravagantes le llevaron a perder gran parte de sus apoyos. Había propuesto hacer pruebas con gases alucinógenos en importantes líneas de metro estadounidenses para comprobar su efectividad real, y obviamente ninguno de sus superiores estuvo dispuesto a dar el paso para tales experimentos.

En 1951 EE.UU supo por varios informes que los soviéticos trabajaban con una droga llamada “ketjubung” (quizás basada en daturas de la planta kecubung), además de aprovisionarse de cornezuelo (hongo alucinógeno del que puede obtenerse dietilamida de ácido lisérgico, o LSD) y varios gases nerviosos, como el tabún y el sarín. Los norteamericanos no podían permitirse quedarse atrás y comenzaron una serie de iniciativas para alcanzar a los soviéticos en el plano químico. Curiosamente, ambos bandos emplearon a científicos alemanes que ya habían iniciado investigaciones similares bajo el régimen nazi.
Una de las drogas más interesantes investigadas fue el LSD. Su origen lo tenemos en 1938, cuando el suizo Albert Hofmann, que trabajaba para la farmacéutica Sandoz, sintetizó el LSD-25 durante su investigación del ácido lisérgico en busca de un estimulante que ayudase a las mujeres en el parto. Inicialmente descartó que esta sustancia pudiese ser de utilidad, pero en 1943 volvió a experimentar con ella y descubrió su poder visionario. Recomiendo encarecidamente leer sus relatos sobre los efectos visionarios del LSD.
El ejército estadounidense supo de esta sustancia y el Cuerpo Químico comenzó una serie de investigaciones para descubrir sus posibles usos militares. Hubo hasta siete mil soldados voluntarios para participar en los experimentos llevados a cabo en Arsenal Edgewood, en Maryland, donde se probaron más de 250 fármacos distintos.
Las pruebas con LSD solían consistir en administrársela a un grupo de soldados sin advertencia, a través de algún alimento o bebida. Luego se les enviaba a hacer algún entrenamiento rutinario y se esperaba a que comenzase a hacerles efecto. Los resultados demostraban que los soldados bajo este químico veían reducida su capacidad de combate por completo. Apenas podían cumplir las órdenes más sencillas, desatendían sus trabajos y reían sin parar. El ejército británico hizo una prueba similar con LSD en una unidad de élite en 1964, y aunque varios soldados trataron de cumplir con sus tareas, su efectividad para defender una posición demostró ser nula[2]. A partir de 1966 la mayoría de ejércitos dejaron a un lado sus proyectos con esta sustancia por otras más prometedoras.
Uno de éstos sería un fármaco similar al LSD, pero más potente. El BZ  o “agente Buzz” (colocón en inglés). Fue descubierto por una empresa farmacéutica mientras buscaban un tratamiento para  úlceras, pero fue descartado al producir efectos secundarios alucinógenos. En manos del Cuerpo Químico estadounidense, el BZ demostró tener un efecto más duradero que el LSD, con tres días como mínimo y diez veces más potencia, también era más barato y fácil de dispersar en forma de gas, aunque requería dosis mayores. El antídoto tardó un tiempo en conocerse, y resultó que eran otros psicoactivos: la fisostigmina y la atropina, dos alcaloides.
El “aceite rojo” o DMHP (dimetilheptilpirano) fue un intento de concentrar el THC del cáñamo. Descubierto en 1949, potenciaba algunos efectos tradicionales del THC como analgésico o anticonvulsivo, pero sus efectos psicoactivos fueron más leves y el Cuerpo Químico radicado en Arsenal Edgewood acabó por descartarlo para uso militar.

¿Era posible la guerra psicoquímica?
El planteamiento teórico y la justificación moral de la guerra psicoquímica puede tener bases ciertamente sólidas, pero al final debe enfrentarse a un elemento ineludible: ser viable en la práctica. Las guerras no se ganan sólo con ideas nuevas y superiores sobre el papel: han de ser capaces de aplicarse en el mundo real.
Por eso planteamos la cuestión. ¿Podría ganarse una contienda usando principalmente este nuevo arsenal? La realidad es que los problemas logísticos resultan apabullantes.
Una de las opciones que se barajaron fue la de contaminar las reservas de agua del enemigo con LSD, y esperar a que hiciese efecto para tomar su posición sin apenas lucha, por ejemplo una base o una ciudad. El LSD vertido a un sistema de abastecimiento de agua municipal moderno pierde su potencial químico por culpa del cloro. Para que tuviese efecto sobre los consumidores una vez que abren el grifo habría que derramar miles de toneladas métricas sobre los depósitos de agua, cosa que resultaría imposible para un saboteador. Incluso llevándose a cabo a gran escala, no resultaría apenas viable: por su alto coste, por la pérdida del factor sorpresa, la posibilidad de que el rival recurra a antídotos, y por la existencia de otras estratagemas más sencillas que ayudasen a rendir la ciudad, como cortar directamente el suministro de agua.
Otro sistema propuesto para usar el LSD como arma fue en forma gaseosa, de forma que generase una lluvia ácida. El simple contacto con la piel desencadenaría su efecto. Tras varias pruebas, el ejército norteamericano supo que en forma gaseosa el químico perdía hasta dos tercios de su potencia. Otros problemas que se encontraron para aplicación ofensiva fueron que el objetivo podría estar casi siempre a cubierto, no existía un medio adecuado de dispersión, existía riesgo de que afectase a las tropas propias (el antídoto para el LSD no se descubrió hasta 1975). Este último punto obligaba además a disponer de medios para proteger a los soldados propios a su exposición.
Otro problema del LSD era que no se podía garantizar el efecto que tendría en la víctima. Los alucinógenos provocan estados visionarios muy potentes, pero su naturaleza suele depender del estado emocional del consumidor. Es capaz tanto de generar episodios visionarios agradables, como de terror, y hasta de enorme violencia, como ocurría con los berserkers nórdicos.

El suero de la verdad
La ciencia ficción y las historias han fantaseado innumerables veces con forma de acceder a los secretos mejor guardados de una persona. Todos hemos visto en películas o libros escenas de interrogatorio en los que es imposible sonsacarle nada al interrogado, o no tenemos la certeza de que la información que facilita sea fidedigna. Todas esas situaciones, reales o ficticias, se podrían resolver de inmediato con una droga conocida como “el suero de la verdad”, que obliga al usuario a hablar y a no mentir. En realidad, este fármaco tiene más de suero de control mental que de suero de la verdad. Las dos potencias que se repartieron el mundo durante la Guerra Fría buscaron en varios proyectos la fórmula para hacer posible esa arma. A veces como una herramienta de interrogatorio y otras veces como una forma de lograr la obediencia total. Muchas historias del cine, la literatura o el cómic han usado a menudo estas ideas. ¿Pero su existencia ha sido real? ¿Algún farmacólogo ha logrado hallar el suero de la verdad? Vamos a ver qué sustancias han sido llamadas así y si realmente son dignas de la leyenda.

El primer caso moderno de experimentación con un suero de la verdad fue en 1922, de mano del obstetra (médico experto en embarazo, parto y postparto) Robert House, que quiso averiguar si las historias sobre un fármaco calmante que se daba a las parturientas, que provocaba que contasen espontáneamente detalles privados de sus vidas, podían ser la base para un suero de la verdad. El fármaco al que nos referimos en una mezcla de morfina y escopolamina, que por cierto, acabó siendo desechado por ser el causante de algunas muertes infantiles durante el parto. House administró escopolamina en dos sospechosos detenidos por la policía que debían afrontar sus interrogatorios. Ambos declararon ser inocentes, y en el juicio posterior fueron absueltos. House usó este hecho a su favor y medios como Los Angeles Record no tardaron en acuñar el título de “suero de la verdad” para la escopolamina. Sin embargo, pronto demostró ser inefectivo y tener varios efectos negativos sobre el consumidor, por lo que se dejó de usar para estos fines pocos años después.
Lo cierto es que los cuerpos policiales durante los años 30 solían recurrir a barbitúricos (fármacos sedantes) sobre ciertos sospechosos en los interrogatorios. Buscaban sumirles en una pérdida de conciencia en la que respondiesen las preguntas sin pensar ni resistirse. Seguramente comenzaron a hacerlo en detenidos violentos a los que necesitaban calmar, y tras ver que algunos se volvían dóciles y respondían a las preguntas, les interesó sumir más a menudo a los prisioneros en estos estados alterados. Pero los jueces rara vez aceptaban este tipo de declaraciones como válidas, dado que los presos no contaban con sus plenas capacidades mentales ni con su voluntad.
Otro ejemplo lo tenemos en pacientes a los que se administró pentotal sódico, un anestésico muy corriente. En algunos hospitales militares de la Segunda Guerra Mundial, algunos médicos descubrieron que los heridos bajo su efecto hablaban con facilidad sobre temas muy personales y secretos, que en una situación normal se habrían guardado de contar. Varios médicos lo emplearon para descubrir a soldados que fingían estar enfermos para evitar estar en el frente[3].
En 1942, la Oficina de Servicios Estratégicos creó un comité dedicado a investigar un definitivo suero de la verdad. Los estudios iniciales se dedicaron a la mescalina (un alucinógeno), la escopolamina, la marihuana y varios barbitúricos. No tardaron mucho en descartar a todas menos a la marihuana, que había recibido informes muy positivos. Se confió tanto en el fármaco que se empleó para mantener la seguridad del Proyecto Manhattan, que debía proporcionar las primeras armas atómicas de la Historia a EE.UU. En un primer momento los miembros del proyecto tuvieron que tomarlo en forma de líquido, pero ante varios efectos secundarios negativos, les administraron cigarrillos con la hierba para que los fumaran. Los servicios de inteligencia esperaban que mediante el fármaco, entrevistas rutinarias y vigilando sus conversaciones, tendrían más fácil descubrir si alguno de los colaboradores estaba espiando para los soviéticos. Se había comprobado que la marihuana, que empezaba a sumar numerosos seguidores en el país, soltaba la lengua de quienes la tomaban, y hablaban con más facilidad sobre sus asuntos privados[4]. Al final un gran número de científicos y colaboradores del Proyecto Manhattan fueron descubiertos espiando para la URSS, que logró hacer con la información para adelantar su programa nuclear. Pero el uso de la marihuana poco tuvo que ver con descubrir el complot.
A partir de 1947 los esfuerzos estadounidenses para encontrar una droga que obligase a decir la verdad se dirigieron al programa CHATTER. Se retomaron investigaciones similares del caído régimen nazi, principalmente con mescalina y escopolamina. Algunos de los experimentos alemanes se llevaron a cabo con prisioneros de campos de concentración. En Dachau atiborraron a varios sujetos judíos y rusos con elevadas dosis de mescalina. Durante sus agitaciones nerviosas, los presos hablaron sin tapujos del odio y miedo que sentían hacia sus carceleros por las condiciones terribles a las que les sometían. Algo que en una situación de lucidez mental no habrían osado decir por puro instinto de conservación. Tras varios intentos por encontrar la sustancia definitiva, sin logros verdaderos en su haber, el programa CHATTER fue cancelado en 1953.
Hubo nuevos intentos estadounidenses de continuar con la cuestión del suero de la verdad o el control mental en los programas MK Ultra de la CIA, el THIRD CHANCE o el DERBY HAT. Junto con el CHATTER saltaron a la escena pública tras protagonizar varios escándalos sobre sus métodos de experimentación. Algunos voluntarios no fueron debidamente informados de a qué pruebas se les sometía, otros acabaron con secuelas graves permanentes, se usaron presos como conejillos de indias, e incluso hubo muertes asociadas a los fármacos. Un ejemplo fue Harold Blauer, que fue tratado sin su consentimiento en 1952 con MDA (metanfetamina) mientras esperaba tratamiento en el Instituto Psiquiátrico de Nueva York para una depresión psicológica. Paul Hoch, asociado a la CIA y al programa MK Ultra, le hizo administrar cinco inyecciones cada vez más potentes de MDA en unas pocas horas, las últimas aun cuando Blauer se negó a continuar con el tratamiento, intuyendo que algo no iba bien.

Los distintos fármacos mencionados nunca lograron el título del verdadero suero de la verdad. Todos y cada uno de ellos poseen ciertas capacidades para nublar el juicio, alterar la percepción y confundir al afectado. Bajo este estado resulta posible que alguien se abra y acepte hablar de algunos de sus secretos mejor guardados, pero no había detrás una fórmula que realmente pudiese conseguir la obediencia completa. Lo que buscaban muchas de estas investigaciones, como MK Ultra, era un método de control mental. La paranoia de la Guerra Fría hizo que las dos grandes potencias respondiesen a los rumores de progreso del rival, dando lugar a estos disparatados y fallidos experimentos.


[1] Dauncey, Elisabeth A. & Larsson, Sonny. Plants That Kill: A Natural History of the World's Most Poisonous Plants. p. 82
[2] Kamienski, L. Las drogas en la guerra, p.250.
[3] Kamienski, L. Las drogas en la guerra, p.256.
[4] Marks, John D. The Search for the Manchurian Candidate: The CIA & Mind Control, p. 6

Comentarios

Entradas populares de este blog

Las drogas y la guerra. Parte 3: Coca y anfetaminas

Hoja de coca El consumo de esta planta es sumamente antiguo: al menos el 8.000 a.C por lo descubierto en el yacimiento de Nanchoc, en Perú. Sus usos fueron muy variados, desde medicinales a rituales y militares. La hoja de coca alcanzó tal importancia en las culturas americanas que fue considerada una planta mágica, y su uso fue restringido a las clases altas, a ciertas situaciones y celebraciones, como hicieron los incas. Su principal característica era la vitalidad y energía que otorgaba al consumidor, alejando de él el hambre y la fatiga. Imperios como el inca no habrían sido los mismos sin el uso de la hoja de coca, fundamental para la guerra, el trabajo, el servicio de correo, los tributos o las festividades. Incluso podrían haber sido imperios imposibles de construir, ya que a partir de los 3.600 metros de altitud que imponían los Andes el cuerpo humano tiene graves dificultades para adecuarse. El consumo de coca acelera la frecuencia cardiaca, mejorando la capacidad

Juan Antonio Llorente

Juan Antonio Llorente Hoy me gustaría hablaros de una figura fundamental en los últimos tiempos de la Inquisición Española, Juan Antonio Llorente . Fue un sacerdote y funcionario de ideas avanzadas, que al servicio de varios personajes eminentes de la política española, de finales de los siglos XVIII y principios del XIX, como el Inquisidor General Abad de la Sierra, Jovellanos o Godoy, redactó informes sobre la reforma o incluso abolición del Santo Oficio. Llorente nació en Rincón de Soto (La Rioja) en 1756, y fue ordenado sacerdote en 1779. A partir de 1782 comienza a abandonar las ideas tradicionales del clero hispánico, y pasa a apoyar el regalismo, que supone un mayor poder del monarca en asuntos religiosos frente a la autoridad papal romana. Por esa época era albacea testamentario de la Duquesa de Sotomayor en Madrid, una figura cercana a la reina, que le facilitó alcanzar puestos de importancia. En 1785 pasó a ser Comisario del Santo Oficio en Logroño y luego Secretar